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La universidad pública nació con un propósito claro: formar hombres y mujeres comprometidos con los valores del conocimiento, la justicia y el bien común. Sin embargo, ese espíritu parece estar en riesgo cuando el acceso a su dirección se convierte en una batalla de influencias, tribunales y sumas millonarias.
En el Estado de México, ha comenzado a circular información preocupante sobre una figura que ha optado por la vía judicial para abrirse camino hacia la máxima autoridad universitaria. Apodada ya por algunos como “la señora de los amparos”, esta aspirante ha invertido, según versiones extraoficiales, hasta 7 millones de pesos para obtener un amparo que le permita tomar el control de la universidad, pasando por encima de procesos institucionales, criterios académicos y de legitimidad social.
Este tipo de maniobras no sólo desvirtúan el sentido mismo de la educación pública, sino que siembran dudas sobre la ética de quienes buscan dirigirla. ¿Puede alguien que recurre al poder judicial como atajo para sus fines personales realmente representar los valores de una comunidad académica que exige transparencia, mérito y equidad?
El perfil de “la señora de los amparos” está marcado por una estrategia legalista, donde el acceso a la justicia parece más una herramienta para el poder que un derecho ciudadano. Lejos de demostrar liderazgo académico o visión educativa, su actuación ha despertado críticas entre estudiantes, docentes y especialistas en educación superior.
Este caso pone en evidencia una peligrosa tendencia: transformar las universidades en territorios de disputa política y económica, donde quienes más recursos tienen, más posibilidades encuentran para imponerse. Ante esta situación, la comunidad universitaria enfrenta una disyuntiva: permitir que la legalidad sustituya a la legitimidad, o defender los principios que dieron origen a la universidad pública mexicana.